Hace unos días las noticias dieron cuenta de la muerte Daniel Zamudio, a causa de la brutal golpiza propinada por un grupo de neo nazi que lo atacó porque era homosexual. En su barrio, en la capital Santiago, en el mundo (a través de las redes sociales) se dieron distintas muestras de manifestación en contra de la intolerancia y el odio.
En Lima, hemos observado los casos de tres mujeres agredidas o asesinadas por sus parejas. Un portal de noticias publicó las “declaraciones” de una ONG sobre la aparición de un transgénero en el horario de protección al menor. La ONG desmintió y aclaró la tergiversación que hizo el medio de sus declaraciones a través de un comunicado.
Educamos a nuestros hijos diciendo “nadie debe tocarte ni golpearte”, pero “cuando es necesario” les damos una palmada, pellizco, un golpe “correctivo”. En silencio decimos “qué salvaje”, “pobre criatura” o “la madre tiene razón”. Luego vemos en las noticias que a una madre “quemó las manos, la cara o golpeó a su niño/a” su excusa “se me pasó la mano, es muy inquieto, quería corregirlo”.
Cada día aumentamos las cifras de los ataques contra ciudadanos, y no protestamos ante ello. De una u otra forma somos parte de los intolerantes.
Todas estas situaciones tienen un mismo punto de partida: la educación. No es un secreto que nuestra educación tiene varias carencias como los bajos sueldos de los profesores, mala infraestructura, poco compromiso de los padres, la poca preparación en temas como inclusión, sexualidad, la desidia política de los gobiernos de turno y del gremio de educadores (SUTEP) y un larguísimo etcétera. Sin embargo ¿Cuánto de esto nos toca a nosotros como individuos?
La carta redactada por el blogger Felipe Mercado, sobre la muerte de Daniel Zamudio, nos golpea en la cara; nos enrostra nuestro grado de culpabilidad, nuestro silencio cómplice, nuestra intolerancia- al margen de toda la culpa que tienen los políticos populistas, las iglesias conservadoras o la educación poco inclusiva.
Femicidio, homofobia. A la larga hablamos de poder, de control. Nuestra sociedad se está volviendo cada vez más caradura y doble moral en su discurso.
La educación empieza en casa, se asienta en la escuela y se perfecciona en la universidad o instituto. Pues bien hagamos un ejercicio: ¿Cuántas veces en casa nos hemos reído de personajes que usan los estereotipos del homosexual “loca” o de la lesbiana “machona”? ¿Cuántas veces hemos acosado al débil, al distinto/a en el colegio? ¿Cuántas veces le hemos tirado la pelota para evitar sufrir el ataque nosotros/as? ¿Cuántas veces no hemos enseñado a nuestros alumno/as a mirar la comunicación (publicidad o periodismo) de manera efectista y sensacionalista? ¿Cuántas veces no les hemos invitado a mirar más allá de su público objetivo, de educar, de mirar críticamente qué tipo de avisos o reportajes producen? ¿Cuánto la pedimos que se informen (a conciencia) sobre el tema y sus aristas? ¿Cuánto nos hemos informado nosotros?
La educación sigue siendo la gran promesa. Sin embargo, pensemos, desde nuestra propia trinchera, cuánto contribuimos a perpetuar estos estereotipos, a la intolerancia, a la desinformación, a la broma fácil, al reportaje sensacionalista o la campaña publicitaria que perpetua situaciones de violencia, bulliyng o machismo.
“Repite, ignora, obedece”. Este video plantea la gran pregunta del tipo de educación que queremos tener.
Ciudadanos somos todos y todas. Todos podemos, y debemos, exigir mejoras y cambios. Todos tenemos el poder de apagar un televisor, negar nuestra sintonía a un programa por su tipo de humor, no comprar una marca, no seguir un canal de TV, radio o prensa por su estilo de reportajes. Una raya más o un ladrillo más en la pared sí importa cuando esa raya es nuestro hermano, amigo o hijo; pero cuando es un desconocido solo sube un poco nuestro nivel de enfado, quizá vociferamos a la tribuna…y continuamos con nuestra vida, con nuestra costumbre riendo con el mismo programa, viendo el mismo tipo de noticias, enseñando el mismo estilo de producir mensajes…porque es fácil, porque no nos cuestionamos, porque no nos toca. Un ladrillo más en la pared señores sí importa porque el muro se vuelve cada vez más grande y nos caerá encima; aplastando nuestros cuerpos o nuestras mentes (como ya lo viene haciendo)